Continuación…
II.
El segundo pasaje de su Declaración en el que me gustaría centrarme se refiere a la dimensión social de la asistencia, es decir, a la prioridad concedida a la relación médico-paciente, un núcleo ético muy fuertemente sentido y representado por ustedes, pero desgraciadamente a menudo ignorado en el resto de la medicina.
El texto dice así:
2. La relación médico-paciente constituye asimismo la base de un sistema sanitario que adopta la prevención y una visión holística de la salud como prioridad.
La medicina tiene una dimensión social intrínseca, en virtud de la relación médico-paciente en la que se basa la actividad clínica. Ahora bien, que esta relación se ha tecnificado, burocratizado en detrimento del valor ético y de la densidad humana de la acción clínica, es probablemente cierto, pero esto debe leerse como una limitación y no como una necesidad de la medicina contemporánea. Su Declaración hace que pongamos de nuevo atención a un elemento fundamental para el ser humano: la relación con el otro. Y ustedes contemplan esta relación no en un sentido meramente pragmático-utilitario (es decir, instrumental para la consecución de objetivos y regulado por procedimientos), sino en un sentido ético, es decir, como lugar privilegiado e inalienable de la realización de las personas, de todas las personas que son actores en una relación determinada. Es en la relación con el paciente, éticamente vivida, donde se realiza la profesionalidad de un profesional de la sanidad. Es en la relación con el profesional sanitario, éticamente vivida, donde la dignidad del paciente encuentra un momento importante de su reconocimiento. Es en la relación con la familia que el profesional de la sanidad comienza a tejer la red de solidaridad social. Es en la comunidad médica donde ejercita aquellas virtudes relacionales que no pueden dejar de encontrar expresión en las demás esferas de su vida humana y social.
Es en virtud de la apreciación de la dimensión social de los cuidados que ustedes médicos de familia pueden apoyar, cuando sea posible, el entorno domiciliario, en contraste con la lógica de la hospitalización. Como sabemos, la hospitalización es una consecuencia del intento de hacer eficaz una medicina tecnológica y costosa (reuniendo a todos los pacientes en el lugar de equipos médicos y cuidados cada vez más articulados y complejos). Sin embargo, la hospitalización es muy a menudo una fuente de incomodidad para el paciente y su familia, además de la que ya impone la enfermedad, sobre todo si es grave o incapacitante. Ustedes, médicos de familia, desarrollan modelos de asistencia a domicilio que permiten no desarraigar al paciente de su entorno. En muchas realidades, estos modelos se complementan con la participación activa de la comunidad local a título voluntario, alimentando el cemento social que hace posible el acompañamiento de los enfermos más graves.
En realidad, el empobrecimiento de la dimensión social no es una peculiaridad de la medicina, sino de la cultura contemporánea y se manifiesta en muchos otros contextos humanos. Todas las comunidades humanas -la familia, la empresa, la universidad y la educación en general, el vecindario, etc. – se declinan hoy en un sentido técnico y contractualista, donde la jerga más frecuente es la del derecho y la privacidad (que va mucho más allá del legítimo respeto y protección de la intimidad de la persona, de la familia). Privacidad significa hoy individualismo y autorreferencialidad, una impenetrabilidad e incomunicabilidad absolutas que a menudo se traducen en aislamiento y abandono. En nombre de la protección de la intimidad, el médico no interfiere en las decisiones del paciente. Lo que ocurre en realidad es que el paciente se queda solo, sin ese apoyo, ese sabio consejo, ese punto de referencia que todo profesional de la salud debe saber ser para su paciente, como lo son los padres para sus hijos, los hermanos entre sí, y también los amigos, los vecinos y todas las comunidades humanas. Esto no significa devolver la relación médico-paciente al paternalismo tan contestado en las últimas décadas, pero sí reafirmar que existe una responsabilidad social, que es ante todo un deber de cuidado mutuo. Estamos llamados a cuidarnos unos a otros. El otro no es un obstáculo ni una herramienta. El otro, sea quien sea, no es sólo un medio, sino también un fin para cada uno de nosotros. Está claro que lo que está en juego aquí es la visión más profunda del ser humano, de la sociedad en su conjunto, y sólo secundariamente de la medicina como lugar de la acción humana.
La dimensión social de la medicina nos lleva, casi como corolario, a las cuestiones de justicia y desigualdades, siendo la reciente pandemia un caso de prueba y, esperamos, también un momento de reflexión y aprendizaje. La pandemia de Covid-19 demostró que, en todos los países, el bien común de la salud pública debe equilibrarse con los intereses económicos. Durante las primeras fases de la pandemia, muchos países se centraron en salvar el mayor número de vidas posible. Los hospitales y, sobre todo, los servicios de cuidados intensivos eran insuficientes y sólo se reforzaron tras enormes esfuerzos. Apreciablemente, los servicios asistenciales sobrevivieron gracias a los impresionantes sacrificios de médicos, enfermeras y otros profesionales sanitarios, más que a las inversiones tecnológicas. Sin embargo, la atención prestada a la asistencia hospitalaria desvió la atención de otras instituciones asistenciales. Las residencias de ancianos, por ejemplo, se vieron duramente afectadas por la pandemia, y los equipos de protección personal y las pruebas sólo estuvieron disponibles en cantidades suficientes en una fase tardía. Los debates éticos sobre la asignación de recursos se basaron principalmente en consideraciones utilitaristas, sin prestar atención a los más vulnerables y expuestos a mayores riesgos. En la mayoría de los países se ha ignorado el papel de los médicos de familia, cuando para muchos son el primer punto de contacto con el sistema asistencial. El resultado ha sido un aumento de las muertes y discapacidades provocadas por causas distintas de Covid-19. La vulnerabilidad común también exige cooperación y coordinación internacionales, a sabiendas de que no es posible hacer frente a una pandemia sin una infraestructura sanitaria adecuada y accesible para todos a escala mundial.
La Iglesia siempre ha prestado atención a los aspectos de justicia y derechos humanos, incluso de fraternidad común, como escribe el apóstol Pablo: «Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28). Es un Evangelio que suena como la buena nueva para este tiempo. Y enlaza estrechamente con las palabras evangélicas de Mateo: «porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;… cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 35.40). La fraternidad indicada por el Evangelio puede multiplicarse por muchos otros pasajes y mensajes directos de Jesús. Pero ya es hora de que demos un paso adelante: estamos interconectados; el mundo está interconectado y cuanto antes lo comprendamos, antes seremos una verdadera comunidad global unida bajo el signo de la fraternidad. Las barreras no existen; las ponemos nosotros y están destinadas a resultar tristemente ineficaces e incluso insensatas ante las emergencias mundiales.
Esta herencia evangélica puede traducirse en el llamado principio de subsidiariedad, que a su vez se basa en el principio de solidaridad social y en la visión personalista de la economía y la sociedad. Este principio se convierte en el criterio moral ante el problema del derecho de los pacientes -y el correspondiente deber de la sociedad- a la protección de la salud, incluso cuando la necesidad surge de estilos de vida de riesgo elegidos voluntariamente. Es precisamente el principio de subsidiariedad el que debe encontrar cabida en cualquier elaboración teórica y aplicación práctica verdaderamente justas y acordes con los derechos humanos. El Papa Francisco, en su Carta Humana Communitas del 11 de febrero de 2019, dirigida al Presidente de la Pontificia Academia para la Vida, escribió: «Los numerosos y extraordinarios recursos puestos a disposición de la criatura humana por la investigación científica y tecnológica corren el riesgo de oscurecer la alegría que procede del compartir fraterno y de la belleza de las iniciativas comunes, que les dan realmente su auténtico significado. Debemos reconocer que la fraternidad sigue siendo la promesa incumplida de la modernidad. El aliento universal de la fraternidad que crece en la confianza recíproca parece muy debilitado —dentro de la ciudadanía moderna, como entre pueblos y naciones—. La fuerza de la fraternidad, que la adoración a Dios en espíritu y verdad genera entre los humanos, es la nueva frontera del cristianismo». Es una indicación muy preciosa en este tiempo de globalización redescubrir que todos formamos parte de una fraternidad universal y solidaria. La solidaridad es una constante del mensaje evangélico, ensombrecida por el individualismo exagerado y desenfrenado de nuestro tiempo.
Conclusión
Es necesario que todos nos tomemos en serio el desafío humano y social que nos plantea hoy a todos la fragilidad de la vejez, la enfermedad grave o terminal; en este escenario, corresponde a la medicina aplicar sus esfuerzos -con toda la inteligencia de la mente y con toda la compasión del corazón- para encontrar respuestas dignas para una humanidad profundamente necesitada.
Creo firmemente que los médicos de familia pueden transfigurar los sistemas sanitarios modernos y la sociedad en su conjunto. Una perspectiva, por otra parte, en línea con lo que indica el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual: «A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis» (EG, 99).
Primera parte aquí
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