Dr. Miguel Suazo
Tengo amigos muy queridos y provocadores, en el buen sentido de la palabra, que, desde que ocurre un escándalo con ribetes morales, hacen buen uso de las redes sociales para opinar, pero, sobre todo, para lanzar preguntas profundas relacionadas al caso.
Anoche, Eduardo, cirujano y preocupado estudioso de la bioética, y hoy temprano mi amiga-hermana Josefina, médica, bioeticista y, sobre todo, cuestionadora inquebrantable de los detalles para una vida buena, hicieron sonar bocinas de alarma ante la noticia de cámaras en los quirófanos de algunos hospitales dominicanos.
Luego, el chat de la Comisión Nacional de Bioética convulsiona desde tempranas horas; Francisco reclama y Luis clama desde La Vega, Togarma y Frank encienden la llama por comunicaciones privadas, todos con la debida autoridad para hacerlo.
¿Qué hay de malo en el caso que nos ocupa? Me pregunto y me respondo:
La confidencialidad ha sido santo y seña de la medicina, pero el secreto médico ha tenido modificaciones. Por siglos estuvo vinculado a las llamadas profesiones de excelencia como un denominador común, y solo en la modernidad pasó a concebirse como un derecho ciudadano a la intimidad.
Ya la tradición hipocrática lo consagró como deber médico en el Juramento, comprometiéndose el médico a guardar como secreto todo lo que viere u oyere en relación con la vida de los hombres. Un deber médico y se llamó discreción o sigilo profesional. Un mandato deontológico que permitía al médico fijar los linderos morales, el hasta dónde llegar.
Guardar el secreto y la intimidad del enfermo pasó en el siglo XVIII de deber médico a ser un derecho ciudadano, lo que incluye respeto a la intimidad y protección de los datos del enfermo. Adquiere la categoría de derecho-deber porque, al ser un derecho ciudadano, genera deberes puntuales en el profesional.
¿Quién pidió permiso a esos ciudadanos para que se violaran sus derechos a la intimidad y quién otorgó a esas autoridades hospitalarias el poder de definir el deber como violación?
Ya se rumorea que otros centros públicos están acogiendo esta iniciativa. Mañana justificarán poner cámaras en departamentos y espacios privados, cuando la Ley 102-13 de RD es clara desde sus dos primeros artículos en que las cámaras solo podrán ser usadas en espacios públicos “con la finalidad de proteger y garantizar los derechos humanos, la seguridad ciudadana, los bienes públicos, así como prevenir los actos delictivos” y el Artículo 2 plantea: “El Ministerio Público es el organismo responsable de la supervisión en la instalación de las cámaras de seguridad, custodia, tratamiento de imágenes y sonidos, reproducción, y su ulterior destino captados en lugares públicos, garantizando el derecho a la intimidad y el honor personal”.
Más que claro es el derecho ciudadano en su construcción legal y moral. Suficiente es lo que tenemos de vigilancia, como lo narra Shoshana Zuboff en “La era del capitalismo de la vigilancia”, cuando dice: “La amenaza que se cierne sobre nosotros no es ya la de un Estado ‘Gran Hermano’ totalitario, sino la de una arquitectura digital omnipresente: ‘un gran otro’ que opera en función de los intereses del capital de la vigilancia”.
Dentro de nuestras casas estamos vigilados por esos intereses, y, de aprobar este nuevo modelo, estaremos exponiendo la dignidad, el pudor y la intimidad, que es de lo poco privado que nos queda.
Es un tema para la defensoría del pueblo, para la CNB, para el poder judicial, entre otros.
Es un tema para reflexionar e incluir en la bioetización de la salud y repensar nuevas líneas de asimetría de los actores.
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